Debo comenzar diciendo que hace unos años, las autoridades edilicias de la época, en un acto de generosidad, quisieron hacerme un reconocimiento y distinguirme con la entrega del Ancla de Oro. Yo opté por rechazarla. Y cuando me preguntaban la razón, tenía dos explicaciones, una para la platea y otra para la galería, para mí, ambas, completamente válidas.
Para la platea decía no haberla aceptado porque la idea del Ancla de Oro -creada por el poeta Manuel Durán Díaz-era distinguir a personas e instituciones que fueran un aporte al desarrollo cultural y social de la ciudad. Pero el Ancla había sido desprestigiada completamente al prenderla en el pecho del innombrable.
La explicación para la galería era más acorde con mi sello personal: decía que no la había aceptado porque yo era un tipo estrafalario, a quien le gustaba sentarse en las veredas del paseo Prat a comer rosquillas y ver pasar la gente. Y esta sana, pero no bien vista costumbre, no calzaba con el decoro y la dignidad que, pensaba yo, debería lucir un Caballero del Ancla.
(Aquí debo abrir un paréntesis. Eso de sentarme en la vereda no es una metáfora. En ese tiempo aún no aparecían los cafés con terraza. Y los cafés con terrazas son los que le dan un aire cosmopolita a la ciudad. Yo que he tenido el privilegio de sentarme en terrazas de cafés en París, en Roma, en Madrid, en Lisboa, en Buenos Aires, etc., humildemente digo que sé de lo que hablo. Soy un convencido de que, si queremos hacer de Antofagasta una ciudad visitada y admirada, si queremos hacer de ella una metrópoli, hemos de dar facilidades para que existan más cafés con terrazas. La ciudad -y esto lo aprendí de Emil Ugarte, gran arquitecto antofagastino -, la ciudad dice él, no son los edificios, no son las grandes construcciones, la ciudad son los espacios públicos, los espacios abiertos, donde la gente se encuentra, se reúne, conversa. Espacios como las plazas, los parques, los paseos peatonales -y las terrazas de cafés, digo yo- transforman una ciudad áspera en una ciudad amable, en una ciudad que privilegia a las personas antes que a las máquinas. Cierro paréntesis).
Señor Alcalde, en verdad, como ya se habrá dado cuenta, yo carezco de solemnidad, por lo mismo soy reacio a asistir a estos actos. Pero si me hice presente hoy es porque terminé reconciliándome con el Ancla. Me reconcilié el día en que se la entregaron al actor y director de teatro, Ángel Latus, un prócer de la cultura antofagastina. Ángel Latus reivindicó el Ancla de Oro. De manera que ahora me honra el hecho de haberme distinguido con este símbolo antofagastino. Aunque no estoy seguro si lo merezco realmente.
Y es que el honor de recibirlo lleva consigo una gran responsabilidad. Una responsabilidad con la cultura, con la ciudad, con su gente, responsabilidad que trataré de mantener por encima de cualquier contingencia.
Quisiera terminar estas palabras, si me lo permiten, haciendo una sugerencia y una reflexión.
Sugerencia: Como he sabido que se han hecho, y se están haciendo, positivos cambios en la Municipalidad. Me atrevo a sugerir uno, muy simple: que si un Caballero del Ancla se ve en el aprieto de hacer trámites municipales, que sea atendido como tal, como un Caballero del Ancla. Eso es darle valor y dignidad al galardón y al galardonado.
Y, por último, la reflexión: Dificulto que ustedes conozcan a otra persona, que haya sido nombrado dos veces caballero, aquí y en Francia, y que tenga tan poca estampa de caballero como yo.
Hernán Rivera Letelier (Palabras del escritor pampino Hernán Rivera Letelier, en la reciente ceremonia donde fue distinguido como Caballero del Ancla, en la conmemoración de los 143 años del Desembarco de la Tropas Chilenas en Antofagasta el 14 de febrero de 1879.

